Hoy es nuevamente lunes y nosotros comenzamos, como siempre, una nueva semana de trabajo con la publicación de nuestro ¡Ponte a prueba!, el amable acertijo con el que acompañamos desde 2015 a las nobles y esforzadas personas que preparan la temida prueba de comentario de texto de las oposiciones de Lengua Castellana y Literatura.
Ya decíamos el viernes que este texto era importante porque muy bien podría aparecer en las próximas convocatorias de oposiciones de Lengua y dábamos como argumento que su autor lo había hecho de forma continuada en los últimos años. Se trataba además de un fragmento bastante conocido, que suele ser empleado en libros de texto con los alumnos de Bachillerato o incluso en ejercicios de Selectividad y en el que se plantea la relación Dios-hombre, uno de los temas favoritos del autor.
Y, lógicamente, hemos tenido una respuesta magnífica, pues muchas personas han hecho pleno, demostrando su competencia literaria. Y así tanto Uli Vera, como Verónica Prezioso, San BG, Lydia P García, Luis Escribano y María Pilar Carbonero Muñoz señalan acertadamente obra y autoría. Eva López Santuy va más allá y sitúa el pasaje dentro de la obra, lo que mostraría al tribunal el dominio de la obra. Y esto es siempre positivo. ¡Enhorabuena a todos ellos y ojalá que el día D tengan la misma suerte!
Y es que, efectivamente, se trataba del inicio del capítulo XXXI de Niebla (escrita en 1907 y publicada en 1914) de don Miguel de Unamuno (1864-1936). Como indicaba Eva, el fragmento se sitúa al final de la obra, cuando Augusto va a pedir consejo a Unamuno sobre cómo dirigir su vida.
Y nada más por hoy. Mañana volveremos con una entrada de fondo. Saludos y ánimo.
Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en seguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increíble; creí notar que se le alteraba el color y traza del semblante y que hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.
–¡Parece mentira! –repetía–, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería… No sé si estoy despierto o soñando…
–Ni despierto ni soñando –le contesté.
–No me lo explico… no me lo explico –añadió–; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito…
–Sí –le dije–, tú –y recalqué este tú con un tono autoritario–, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.
El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.
–¡No, no te muevas! –le ordené.
–Es que… es que… –balbuceó.
–Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
–¿Cómo? –exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
–Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? –le pregunté.
–Que tenga valor para hacerlo –me contestó.
–No –le dije–, ¡que esté vivo!
–¡Desde luego!
–¡Y tú no estás vivo!
–¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? –y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.
–¡No, hombre, no! –le repliqué–. Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.
–¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! –me suplicó consternado–, porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
–Pues bien; la verdad es, querido Augusto –le dije con la más dulce de mis voces–, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes…
–¿Cómo que no existo? ––exclamó.
–No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.