Comienza otra semana de preparación. Nos acercamos al final de enero. Ya quedan menos de treinta semanas para las oposiciones. En algunas comunidades autónomas serán antes. Sea como fuere, nos estamos preparando bien y vamos a afrontralas con ilusión y esperanza. Y como siempre desde 2015, ya hace diez años, inauguramos el lunes con la solución de nuestro ¡Ponte a prueba!, el simpático y útil acertijo con el que brindamos a las nobles y abnegadas personas que preparan las oposiciones de Lengua Castellana y Literatura, una piedra de toque para enfrentarse a la difícil prueba del comentario de texto.
Siempre animamos a la lectura, pues solo leyendo los comentarios de nuestros seguidores se pueden aprender muchas cosas. Pero es mejor la participación, pues ese escalón de implicación mayor nos sitúa en una posición que se parece más a la que viviremos el día de la prueba. En esta ocasión, como siempre, nuestros participantes han mostrado de nuevo su competencia literaria.
Y así San BG, Eva López Santuy, Lydia P García y Patricia San Román han señalado con acierto la autoría y la obra de la que hemos extraído el texto. Lidia Parra González realiza además un análisis muy acertado del fragmento. ¡Enhorabuena a todas ellas y ojalá que el día D tengan la misma fortuna!
Y es que, efectivamente, se trataba de un fragmento del capítulo XI “De alumno interno” de El árbol de la ciencia (1911) de Pío Baroja (1872-1958) que se corresponde con la fase de prácticas de Andrés Hurtado en un hospital de Madrid y la desagradable experiencia que supone para él. Pío Baroja es un autor excepcional y un narrador nato de estilo inconfundible al que no podemos perder de vista pues sus obras siguen apareciendo de forma constante en las lecturas de selectividad y en los textos de comentario de las oposiciones de Lengua Castellana y Literatura.
Y nada más por hoy. Nuestro recuerdo a las víctimas de Valencia y sus familiares. Saludos y ánimo.
El médico de la sala estaba en lo cierto. El nuevo interno no llevaba el camino de ser un clínico; le interesaban los aspectos psicológicos de las cosas; quería investigar qué hacían las hermanas de la Caridad, si tenían o no vocación; sentía curiosidad por saber la organización del hospital y averiguar por dónde se filtraba el dinero consignado por la Diputación.
La inmoralidad dominaba dentro del vetusto edificio. Desde los administradores de la Diputación provincial hasta una sociedad de internos que vendía la quinina del hospital en las boticas de la calle de Atocha, había seguramente todas las formas de la filtración. En las guardias, los internos y los señores capellanes se dedicaban a jugar al monte, y en el Arsenal funcionaba casi constantemente una timba en la que la postura menor era una perra gorda.
Los médicos, entre los que había algunos muy chulos; los curas, que no lo eran menos, y los internos, se pasaban la noche tirando de la oreja a Jorge.
Los señores capellanes se jugaban las pestañas; uno de ellos era un hombrecito bajito, cínico y rubio, que había llegado a olvidar sus estudios de cura y adquirido afición por la medicina. Como la carrera de médico era demasiado larga para él, se iba a examinar de ministrante, y si podía, pensaba abandonar definitivamente los hábitos.
El otro cura era un mozo bravío, alto, fuerte, de facciones enérgicas. Hablaba de una manera terminante y despótica; solía contar con gracejo historias verdes, que provocaban bárbaros comentarios.
Si alguna persona devota le reprochaba la inconveniencia de sus palabras, el cura cambiaba de voz y de gesto, y con una marcada hipocresía, tomando un tonillo de falsa unción, que no cuadraba bien con su cara morena y con la expresión de sus ojos negros y atrevidos, afirmaba que la religión nada tenía que ver con los vicios de sus indignos sacerdotes.
Algunos internos que le conocían desde hacía algún tiempo y le hablaban de tú, le llamaban Lagartijo, porque se parecía algo a este célebre torero.
—Oye, tú, Lagartijo —le decían.
—Qué más quisiera yo —replicaba el cura— que cambiar la estola por una muleta, y en vez de ayudar a bien morir ponerme a matar toros.