¡Ponte a prueba! 31/2017 (Solución) Oposiciones de Lengua

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Este fin de semana ha habido bastantes acertantes. Efectivamente el fragmento que planteábamos era la parte central de la novela de Benito Pérez Galdós, Trafalgar y más en concreto la reflexión patriótica que realiza el personaje y narrador autodiegético Gabriel Araceli, ya embarcado, justo antes de que dé comienzo la batalla naval que da nombre a la novela en el capítulo X. Esta obra cayó en las oposiciones en 2006.

Para mí es muy grato este fragmento por varias razones. La primera, por la sencilla exposición de lo que es la patria, una exposición que yo empleo siempre con mis alumnos del instituto. La segunda, por lo necesario que considero, como el propio don Benito, hacer pedagogía patriótica entre la población española y más en estos tiempos, cuando algunos, ya hartos de luchar contra el idioma común, la han emprendido ahora contra la propia unidad nacional. No hay que olvidar que ese es uno de los principios que guía nuestra labor en esta página. Lo tercero, porque uno de los protagonistas de la novela es precisamente el almirante Francisco Javier de Uriarte, héroe español que dirigió nuestra flota en la batalla y que, tras una larga vida de generosidad y entrega al prójimo, dio su vida en la misma. Este héroe es quien da nombre al instituto en el que yo estoy destinado. Estoy seguro de que si la obra y los héroes que aparecen en ella fueran ingleses, hoy habría una película más famosa y mejor que Master and comander. Pero España y los españoles somos así.

Y ahora ya, finalmente, vamos a dar el listado de acertantes de la semana. Esperanza Sobrino López, Pastora García Diría, Rubén Béjar Prados y Lola Prieto acertaron autor y grupo de obras con lo que obtendrían una importante ventaja en las oposiciones. Y Alba Carballo y Rocío García de Lomas acertaron incluso la obra, con lo que podrían realizar con mayor ventaja el ejercicio. Enhorabuena a todos. Y ahora recordemos el precioso y sencillo fragmento.

Por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma. Hasta entonces la patria se me representaba en las personas que gobernaban la nación, tales como el Rey y su célebre ministro, a quienes no consideraba con igual respeto. Como yo no sabía más Historia que la que aprendí en la Caleta, para mí era de ley que debía uno entusiasmarse al oír que los españoles habían matado muchos moros primero, y gran pacotilla de ingleses y franceses después. Me representaba, pues, a mi país como muy valiente; pero el valor que yo concebía era tan parecido a la barbarie como un huevo a otro huevo. Con tales pensamientos, el patriotismo no era para mí más que el orgullo de pertenecer a aquella casta de matadores de moros.

Pero en el momento que precedió al combate, comprendí todo lo que aquella divina palabra significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu, iluminándolo, y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche, y saca de la obscuridad un hermoso paisaje. Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entretantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria, es decir, el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto donde jugaban sus hijos, la colonia descubierta y conquistada por sus ascendientes, el puerto donde amarraban su embarcación fatigada del largo viaje, el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia, sarcófago de sus mayores, habitáculo de sus santos y arca de sus creencias; la plaza, recinto de sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue nunca el eco de los cuentos con que las abuelas amansan la travesura e inquietud de los nietos; la calle, donde se ve desfilar caras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestra existencia desde el pesebre de un animal querido hasta el trono de reyes patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose nuestra alma, como si el propio cuerpo no le bastara.

Yo creía también que las cuestiones que España tenía con Francia o con Inglaterra eran siempre porque alguna de estas naciones quería quitarnos algo, en lo cual no iba del todo descaminado. Parecíame, por tanto, tan legítima la defensa como brutal la agresión; como había oído decir que la justicia triunfaba siempre, no dudaba de la victoria. Mirando nuestras banderas rojas y amarillas, los colores combinados que mejor representan al fuego, sentí que mi pecho se ensanchaba; no pude contener algunas lágrimas de entusiasmo; me acordé de Cádiz, de Vejer; me acordé de todos los españoles, a quienes consideraba asomados a una gran azotea, contemplándonos con ansiedad; y todas estas ideas y sensaciones llevaron finalmente mi espíritu hacia Dios, a quien dirigí una oración que no era Padrenuestro ni Avemaría, sino algo nuevo que a mí se me ocurrió entonces. Un repentino estruendo me sacó de mi arrobamiento, haciéndome estremecer con violentísima sacudida. Había sonado el primer cañonazo.