Estamos a 7 de junio. En dos semanas, tenemos el día D aguardándonos. Vamos a él con una mezcla de ilusión y temor, pero con la satisfacción y el orgullo de haber hecho todo lo posible y con la esperanza de que eso sea suficiente para obtener nuestros objetivos. Pero hoy es viernes, y hacemos un pequeño alto en el camino para disfrutar y aprender con nuestro ¡Ponte a prueba!, el reto que planteamos a quienes preparan las temidas prueba de comentario de texto de las oposiciones de Lengua Castellana y Literatura desde 2015. Como siempre, nuestor reto está abierto a quienes aman nuestra lengua milenaria y su literatura.
Un texto apasionante y posible
El texto que hoy traemos es una lectura ágil y apasionante. Fue lectura obligatoria hace muchos años. Yo tuve que leerlo en 1º de BUP, por lo que resulta muy conocido para muchos profesores de mi edad. Es un texto, además, que da un buen juego en el comentario lingüístico y es un texto que podría aparecer pues su autor ya ha salido en las oposiciones en varias ocasiones. Como siempre, se trata de reconocer, si es posible, la obra; pero hay que recordar que razonando la adscripción del texto a un género, movimiento y época literaria podemos hacer un gran comentario.
Cómo y por qué participar
Llamamos, como siempre, a la participación. Es muy positivo afrontar el reto con un cierto elemento de implicación emocional que nos permita imitar lo que sentiremos el día D. Para participar, simplemente hay que realizar un comentario en la página de Facebook de opolengua.com. La única norma es no emplear internet para dar con la solución, pues el día D no contaremos con esa ayuda. Nosotros, como siempre, daremos la solución el lunes.
Y nada más por hoy. Saludos y ánimo. ¡A por la plaza!
Luis Rengifo me preguntó la hora. Eran las once y media. Desde hacía una hora el buque empezó a escorar, a inclinarse peligrosamente a estribor. A través de los alta- voces se repitió la orden de la noche anterior: «Todo el personal ponerse al lado de babor», Ramón Herrera y yo no nos movimos, porque estábamos de ese lado. Pensé en el cabo Miguel Ortega, a quien un momento antes había visto a estribor, pero casi en el mismo instante lo vi pasar tambaleando. Se tumbó a babor, agonizando con su mareo. En ese instante el buque se inclinó pavorosamente; se fue. Aguanté la respiración. Una ola enorme reventó sobre nosotros y quedamos empapados, como si acabáramos de salir del mar. Con mucha lentitud, trabajosamente, el destructor recobró su posición normal. En la guardia, Luis Rengifo estaba lívido. Dijo, nerviosamente: -¡Qué vaina! Este buque se está yendo y no quiere volver. Era la primera vez que veía nervioso a Luis Rengifo. Junto a mí, Ramón Herrera, pensativo, enteramente mojado, permanecía silencioso. Hubo un instante de silencio total. Luego, Ramón Herrera dijo: -A la hora que manden cortar cabos para que la carga se vaya al agua, yo soy el primero en cortar. Eran las once y cincuenta minutos. Yo también pensaba que de un momento a otro ordenarían cortar las amarras de la carga. Es lo que se llama «zafarrancho de aligeramiento». Radios, neveras y estufas habrían caído al agua tan pronto como hubieran dado la orden. Pensé que en ese caso tendría que bajar al dormitorio, pues en la popa estábamos seguros porque habíamos logrado asegurarnos entre las neveras y las estufas. Sin ellas nos habría arrastrado la ola. El buque seguía defendiéndose del oleaje, pero cada vez escoraba más. Ramón Herrera rodó una carpa y se cubrió con ella. Una nueva ola, más grande que la anterior, volvió a reventar sobre nosotros, que ya está- bamos protegidos por la carpa. Me sujeté la cabeza con las manos, mientras pasaba la ola, y medio minuto después carraspearon los altavoces. «Van a dar la orden de cortar la carga», pensé. Pero la orden fue otra, dada con una voz segura y reposada: «-Personal que transita en cubierta, usar salvavidas». Calmadamente, Luis Rengifo sostuvo con una mano los auriculares y se puso el salvavidas con la otra. Como después de cada ola grande, yo sentía primero un gran vacío y después un profundo silencio. Vi a Luis Rengifo que, con el salvavidas puesto, volvió a colocarse los auriculares. Entonces cerré los ojos y oí perfectamente el tic-tac de mi reloj. Escuché el reloj durante un minuto, aproximadamente. Ramón Herrera no se movía. Calculé que debía faltar un cuarto para las doce. Dos horas para llegar a Cartagena. El buque pareció suspendido en el aire un segundo. Saqué la mano para mirar la hora, pero en ese instante no vi el brazo, ni la mano, ni el reloj. No vi la ola. Sentí que la nave se iba del todo y que la carga en que me apoyaba se estaba rodando. Me puse en pie, en una fracción de segundo, y el agua me llegaba al cuello. Con los ojos desorbitados, verde y silencioso, vi a Luis Rengifo que trataba de sobresalir, sosteniendo los auriculares en alto. Entonces el agua me cubrió por completo y empecé a nadar hacia arriba. Tratando de salir a flote, nadé hacía arriba por espacio de uno, dos, tres segundos. Seguí nadando hacia arriba. Me faltaba aire. Me asfixiaba. Traté de amarrarme a la carga, pero ya la carga no estaba allí. Ya no había nada alrededor. Cuando salí a flote no vi en torno mío nada distinto del mar. Un segundo después, como a cien metros de distancia, el buque surgió de entre las olas, chorreando agua por todos lados, como un submarino. Sólo entonces me di cuenta de que había caído al agua.