Como ya conté en la entrada anterior, ese mismo año de 1993, me presenté a las oposiciones, con 27 temas mal llevados, todos ellos de un temario de la academia CEN que fotocopiamos entre cuatro compañeros de la facultad mejorados por algunos apuntes de clase.
Era el último año del proceso regularizador de la LOGSE que permitió a miles de interinos con muy pocos conocimientos acceder a una plaza de funcionario. Durante los años 1991, 1992 y 1993 se convocaron oposiciones anualmente. Se sumaban entonces veinte puntos. Diez puntos eran del examen oral, la encerrona. De un temario de 85 temas, sacabas cinco bolas y elegías una. Luego te encerraban dos horas y después explicabas oralmente el tema que hubieras elegido. Para aprobar era necesario obtener tan solo un 4. Los otros diez puntos eran de méritos. Los interinos (básicamente gente nacida en los años cincuenta) podían sumar un punto de antigüedad por año hasta llegar a diez. Imaginad, cinco bolas de 85 temas y luego dos horas para encerrarte y obtener un 4. Los interinos, con años de antigüedad, (mi propia profesora de literatura de COU del Montserrat entre ellos) entraron como moscas. Era casi imposible que no obtuvieran ese 4. Sé que a muchos (tras el coladero de 2008 y 2010) esto os sonará familiar.
Como digo, sólo había que sacar un 4 en el examen oral por lo que muchos interinos se plantaron con 14 puntos al sumar el ridículo 4 (había que ser inútil para sacar un miserable 4 después de dos horas preparando un ejercicio) con su 10 de antigüedad.
Yo llegué el día de mi encerrona a las ocho de la mañana y hasta las dos de la tarde en que me encerré en el Instituto Ciudad de los poetas (que yo conocía bien por mi actividad política) pude ver a varios opositores exponiendo sus temas. Fueron casi todos, (pobrecillos), un desastre. Recuerdo a una chavala de mi edad a la que le cayó el tema de Garcilaso y no fue capaz nada más que de balbucear ante el tribunal sentada en una silla, sin levantarse ni una vez, escudada tras la mesa. Leyó nerviosamente un guión larguísimo, durante diez minutos. Recuerdo que cuando ella acabó de hablar y exhaló un suspiro, alguien del tribunal le dijo con buena intención que tenía tiempo, que podía añadir algo más sobre Garcilaso. Ella, tras mirar la hoja llena de palabras, contestó que no, que ya lo había dicho todo sobre Garcilaso. Y entonces, por ayudarla, le preguntó otro: “pues diga algo sobre Boscán…” pues era obvio que con su escueta intervención estaba suspensa con toda certeza. Y ella contestó ingenuamente: “Yo es que no sé quién es ese señor.”
Yo abrí los ojos desmesuradamente y quedé asombrado. Tras ver a otros dos o tres opositores, algo parecido a una inyección de adrenalina me recorrió el cuerpo. Por primera vez sentí que yo sí podía. Sí, yo podía competir en aquel mundo. No sabía si podría vencer, pero al menos podía competir. Yo no había sido un buen estudiante. pero a cambio había hablado en público desde niño en multitud de ocasiones ante auditorios de decenas y centenares de personas en actos políticos variados (asambleas de facultad o instituto, reuniones sindicales, manifestaciones, entrevistas y debates en radio y televisión, etc.). No tenía miedo a hablar en público; es más, me gustaba, me encantaba… Y aquel ejercicio era oral. Si me saliera una buena bola… Y me salió. Me salió solo uno de los 27 temas que llevaba: el 37 (el que entonces era el 37). La Celestina. Yo la había estudiado con Rodríguez Puértolas en la UAM y conocía algunas de las aportaciones bibliográficas y muy especialmente El mundo social de la Celestina de José Antonio Maravall. Me preparé y antes de que pasaran las dos horas estaba listo para hablar. Recuerdo que me fumé un cigarrillo (entonces fumaba) para hacer tiempo. Y luego entré en la sala.
Había dos personas, otros dos opositores, viendo mi actuación. Eso me animó más. Recuerdo que comencé diciendo que dada la hora que me había tocado (las 16’00 horas de uno de esos días de julio que son bochornosos en Madrid) confiaba en que no se durmieran durante mi exposición. Ellos rieron la broma. Yo me relajé y comencé a dominar la situación. Acabé mi discurso con simpatía y aplomo, intentando emplear la ironía y otros recursos retóricos en mi exposición.
Al salir de la sala, los dos opositores me dijeron que había estado brillante. El mejor del día, dijo el chico, que resultó ser el novio de la otra compañera. Amablemente se brindaron para llevarme a Moratalaz en su coche. Teniendo en cuenta que estábamos en el barrio del Pilar, les agradecí vivamente su gentileza. Por el camino fuimos charlando. “La plaza no la vas a sacar, pero tú empiezas a trabajar este año segurísimo”, me aseguraron ambos. “¿Y eso?” pregunté con incredulidad. “Porque sí” me aseguraron sin darme más detalles. Y así acabó, un día de julio de 1993, mi primera experiencia en la oposición.