Como cada lunes, traemos a nuestro blog la solución a nuestro sencillo pasatiempo que sirve para preparar las oposiciones de Lengua castellana y literatura en su prueba referente al comentario de texto, sin duda la más importante y difícil de nuestras oposiciones.
En este caso, el viernes pusimos como ejercicio un texto y un autor relativamente conocido: un escritor argentino sin cuya obra la literatura española (afortunadamemte, podemos referirnos así a toda la literatura escrita en español) no sería explicable. Decía Vargas Llosa hablando de García Márquez que «la única literatura del siglo XX que con toda seguridad pasará la prueba del tiempo serán Cien años de soledad y los cuentos de Borges». Y, efectivamente, sí, la obra que seleccionamos el viernes era «La lotería en Babilonia» (1941) , del escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) incluido en el libro Ficciones.
En esta ocasión, ha habido tres acertantes: Fátima Lastra, que ha acertado el autor y Carmen Gálvez y Alba Díaz que han acertado además el cuento. Como siempre decimos, contarían con una cierta ventaja en la prueba, con lo que hay que darles una calurosa enhorabuena y desearles lo mejor el día D.
El próximo viernes, volveremos con una nueva entrega de nuestro acertijo.
Naturalmente, esas “loterías” fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas loterías venales comenzaron a perder el dinero. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de números favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos numerados corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces cuantiosa. Ese leve peligro (por cada treinta números favorables había un número aciago) despertó, como es natural, el interés del público. Los babilonios se entregaron al juego. El que no adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela entonces) tuvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las cajas el importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los perdedores: el juez los condenó a pagar la multa original y las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para defraudar a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todopoder de la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico.