El viernes pasado planteábamos en www.opolengua.com un nuevo acertijo de nuestro “¡Ponte a prueba!” orientado a preparar la prueba del comentario de las oposiciones de Lengua castellana y literatura, la criba más dura que se establece en el sistema de acceso actual.
Y en esta ocasión elegíamos un texto bastante conocido, que aparece como lectura obligatoria en los currículos de bachillerato de diferentes comunidades autónomas. Se trata además de una obra que, por esta misma razón, ya ha aparecido en las oposiciones, por lo que yo recomiendo vivamente su lectura.
Se trataba del libro de relatos Los girasoles ciegos (2004) de Alberto Méndez (1941-2004), en la que, desde la óptica del comunismo militante, se hace un retrato maniqueísta de los años 1939 a 1942. Efectivamente, era un fragmento del tercer relato: “1941. Tercera derrota o El idioma de los muertos” y más en concreto de la descripción directa de uno de tantos militares franquistas como pueblan la obra. Con esta obra, Méndez se incorporaba en su momento a una corriente social, aún vigente, a favor de la llamada “memoria histórica” que se vio sustentada por otros autores que, desde esas mismas posiciones ideológicas, recrearon la guerra y la posguerra española como Almudena Grandes (1960) o Dulce María Chacón (1954-2003).
Han sido cuatro las personas acertantes de esta semana. Tamara Oceja Fernández, Ana Ortega Robredo e Irene Díez Lloris fueron capaces de identificar la obra y Mariela Quero Reina hizo el pleno, pues además de identificar la obra fue capaz de situar el fragmento en su relato correspondiente. ¡Enhorabuena a todas!
Y por hoy nada más. ¡Feliz y productiva semana de estudio! Saludos y ánimo.
—¿De verdad le conoció? —preguntó el coronel Eymar, sacudiendo su somnolencia e iniciando un gesto de aproximación al acusado, algo parecido al interés de un entomólogo que se fija en algo diminuto que se mueve.
—Sí.
—¡Sí, mi coronel! —tronó atiplado su coronel. —Sí, mi coronel.
Juan Senra llevaba en pie desde el alba, vestido con un mono azul y un jersey raído que dejaba entrar el frío y manar el miedo. Su extremada delgadez, la nuez que saltaba asustada cada vez que tragaba saliva y un abatimiento que enarcaba sus espaldas hasta hacer de él algo convexo, le habían convertido en una cicatriz de hombre incapaz ya de fijar la mirada sin sentir náuseas.
—¿Dónde?
—En la cárcel de Porlier.
El coronel Eymar era diminuto. Sus manos asomaban por las bocamangas lo justo para tener siempre un cigarrillo encendido en la punta de sus dedos índice y anular que terminaban en unas uñas color ambarino sucio, como tostadas por el calor del tabaco. Un pescuezo enjuto de ave de mal agüero sobresalía por el alzacuellos que coronaba su guerrera demasiado grande, demasiado raída para pertenecer a un guerrero. Sin embargo, como contraste viril a tanta decrepitud, un bigote fino y horizontal, perfectamente paralelo al suelo le dotaba si no de fiereza, de cierta incapacidad para la sonrisa. Además, medallas, una panoplia de medallas que más acorazaban su pecho que lo honraban.
—En la cárcel de Porlier, ¡mi coronel! —ordenó tajante.
—En la cárcel de Porlier, mi coronel.